Estos dos días debían haber sido para relajarnos, disfrutar de la playa, descubrir el alucinante espectáculo marino que hay bajo las aguas del Mar Rojo y descansar. Y bueno, algo sí que descansamos, pero no todo lo que debíamos.
El primer día sí nos lo tomamos con calma. Nos levantamos a las 9, después de habernos despertado un niño gritón a las 6 de la mañana, al que odié el resto del viaje, desayunamos y nos fuimos para la playa. Allí nos encontramos con Maribel y Rubén, una pareja de recién casados muy simpáticos (no porque fueran recien casados, sino porque era simpáticos) con quienes habíamos coincidido también en el crucero. Descubrimos que habíamos estado, un par de año antes, en el mismo concierto de Pearl Jam en Lisboa (lo que no es un dato muy alucinante, pero demuestra lo pequeño que es el mundo, porque ellos viven en Badajoz, por lo que Lisboa les cae relativamente cerca, pero desde Málaga y Granada, donde vivíamos entonces, el viaje en carretera se hace, como poco, un tanto pesado). Comimos con ellos e hicimos snorkel, quedándonos totalmente alucinados con los distintos tipos de coral (yo conté 4 distintos), demás plantas marinas, y cantidad de especies distintas de peces que se podían ver sin sumergirte demasiado. Ni siquiera era necesario bucear con bombona para quedarse alucinado.
Tras la excursión marina, nos fuimos a la habitación, descansamos (nos echamos una siesta en condiciones) y bajamos a cenar.
Y aquí, prácticamente, termina la parte de relax de estos días.
Tras la cena, a las 22:30, nos recogieron para llevarnos hasta donde se encuentra el Monasterio de Santa Catalina, lugar desde donde se empieza a subir el Monte Sinaí, lugar sagrado para tres religiones. Tardamos unas 3 horas en llegar a dicho lugar, tuviendo que enseñar en dos ocasiones el pasaporte con la visa para poder continuar el camino.
Debido al hecho de que tienes que llevar el pasaporte contigo, tuve que volver a la habitación a recogerlo, momento en el que dejé olvidada la cámara en la habitación, el único día en que el que, además, habíamos dejado la cámara chica también allí, pues pensamos que para qué cargar con dos cámaras... En fin, que nos plantamos subiendo el Monte Sinaí con el iPhone como única cámara para inmortalizar el momento! Y sí, fue SÓLO culpa mía.
Como en cualquier lugar turístico de Egipto, hay puestos en los que puedes comprar el suvenir deseado, pero aquí, al menos, no te agobiaban en absoluto. Simplemente estaban allí esperando que alguien se acercara a ver su mercancía.
Una vez que llegas a este lugar, a unos 200 metros de donde se encuentra el Monasterio de Santa Catalina (donde se supone que estuvo la zarza ardiente que habló con Moisés), te asignan un guía beduino, que te guía hasta la cima de la montaña.
Se supone que hay dos caminos para alcanzar la cima: la ruta de los camellos y los escalones del arrepentimiento. Ambas confluyen en un mismo punto, 750 escalones por debajo de la cima. Escalones que sí hay que subir, sin alternativa, para alcanzar la cima.
Como el resto de cientos (o miles) de personas que subieron aquella noche los 7 kilómetros que hay hasta la cima, fuimos, tras nuestro guía, por la ruta de los camellos. Nuestro guía parecía que quería llegar el primero y, en lugar de ir por el camino establecido, iba atajando camino por en medio del monte, para no andar junto a los camellos, que era peligroso, nos explicó. (Yo sigo pensando que había apostado algo con un colega, y tenía que llegar antes que él, porque había una rusa en el grupo a la que por poco se carga, en serio. Hubo un momento en que realmente creí que se moría).
Como se me olvidó la cámara, no hay fotos del camino, aunque después de la experiencia, creo que no hubiéramos podido hacer ninguna, porque apenas descansamos durante el ascenso y los momentos en que parábamos, realmente queríamos descansar.
Finalmente, tras subir los 750 escalones mencionados (hechos en la piedra de aquella manera, que yo intenté contarlos pero cuando llevaba unos 20 ya no sabía qué considerar escalón y qué no y lo dejé), llegamos a un lugar un poco por debajo de la cima, donde hay unos 5 o 6 puestos donde tomar té, café, karkadé, refrescos o chocolate, todo por 10 EGP.
Aunque la foto es un poco (muy) oscura, sirve para hacerte una idea del puestito en el que recuperamos fuerzas.
La historia fue que llegamos antes de las 4 y media, y no amanece hasta las 5 y media o así, por lo que estuvimos allí una hora esperando, sin hacer nada, bastante cansados, con sueño, y empezando a coger frío.
Lo peor fue que durante la subida sudamos bastante y terminamos con las camisetas prácticamente empapadas, el sudor empezó a enfriarse y empezamos a sentir bastante frío (por lo que mi consejo para los próximos viajeros es que lleven ropa de repuesto para poder cambiarse cuando lleguen a la cima).
En el mismo lugar, alquilaban, por 20 EGP, unas mantas, con olor a camello, de las que hablaban en la guía Lonely Planet, que te aconsejaban encarecidamente alquilar. Al principio estábamos reacios, yo más convecida que Carlos, porque soy más friolera y soy consciente de que el momento más frío es justo antes del amanecer, momento en el que estaríamos a la intemperie esperando ver salir el sol. Pero cuando vi al guía beduino con una manta encima, me decidí totalmente, y alquilé LA MANTA PESTOSA con los 20 EGP (menos de 3 EUR) mejor invertidos de mi vida.
Un poco antes del amanecer, nuestro guía nos indicó el camino hacia la cima, donde debíamos ponernos y por donde salía el sol. Y seguimos esperando. Al principio, Carlos no quería que lo tocara con la manta pestosa pero cuando llevábamos unos 10 minutos, ya nos peleábamos ambos por ella.
Y éstas son las caritas que teníamos a esas horas. Unos minutos antes, cuando esperábamos a que saliera el sol finalmente, descubrí, realmente, que soy capaz de quedarme dormida de pie, por lo que ya puedo decirlo sin caer en la exageración: sólo necesito un poyete donde apoyarme ligeramente, y soy capaz de dormir de pie......
Aunque nosotros no llevábamos cámara, unas checas con las que compartimos el viaje en autobús y la ascensión, fueron tan amables de enviarnos las que ellas habían hecho, entre las que he seleccionado las dos siguientes.
Para ser honestos, no es el mejor amanecer que he visto, más que nada porque estaba nublado. En la playa, a 100 metros de mi casa, los he visto mejores, pero sigo diciendo que la experiencia merece la pena. Jamás he visto un cielo tan lleno de estrellas como el de aquella noche. Jamás. Era tan bonito, que el simple hecho de disfrutarlo hace que el frío, el cansancio, la falta de sueño, el polvo, el desayuno asqueroso y la paliza merezcan la pena.
Y las vistas también merecen la pena.
Y ésta es la manta pestosa en todo su explendor. (El nombre que le pusimos está totalmente justificado, lo prometo).
Una vez que amanece, vuelves a bajar al lugar de los tenderetes, devuelves la manta pestosa, y empiezas la bajada definitiva. (Cuando aún estaba en la cima, un beduino corrió detrás mía diciendo que la manta era suya, pero no caí y no se la di a él, que seguramente hubiera tenido problemas abajo, donde realmente la había alquilado).
Nuestro guía con algunos amigos suyos, esperando a los turistas y, seguramente, riéndose un poco de nosotros.
Y comenzamos la bajada.
Los mismo camellos que en la subida te ofrecían para subir, en la bajada te los ofrecían para bajar. No nos molestamos en preguntar el precio porque, sinceramente, creo que la bajada en camello hubiera sido peor, a pesar del cansancio que teníamos.
En este punto Carlos me había dicho tantas veces que me odiaba por haberle hecho subir allí, que accedí a que él eligiera el viaje del año que viene también, a pesar de que me tocaba a mi, y yo quería ir a la India...
El beduino con el pañuelo azul clarito en la cabeza que aparece en la foto de arriba tras el camello fue nuestro guía apretado que quería llegar el primero.
La verdad es que era bastante apañao y, aunque no hablaba mucho inglés, si compartimos con él alguna que otra frase.
Esta montaña, que se encuentra junto al Monte Sinaí y que está detrás del Monasterio de Santa Catalina, es la más alta de la zona. Menos mal que Moisés no recogió las Tablas de la Ley allí... (Esto me hace recordar lo siguiente: mientras subíamos, cuando íbamos a mitad de camino, me di cuenta de la mala leche que debió gastar dios en aquellos tiempos, en serio. No hacía falta medio matar a Moisés para que recogiera los 10 mandamientos, porque cuando nosotros subimos el camino estaba hecho, pero él fue el primero, tuvo que ser una soberana paliza...)
Sobre el Monasterio de Santa Catalina no tengo mucho que decir.
Estábamos tan cansados después del desayuno asqueroso que nos dieron, que no entendía prácticamente nada de lo que nos contó el guía (hablaba en inglés), así que no me enteré de prácticamente nada (a mi favor también diré que los egipcios, por lo general, tienen un acento bastante complicado hablando inglés).
Sí vimos la iglesia de la Transfiguración, donde se encuentran enterrados, supuestamente, los restos de Santa Catalina, y en la que se ve un mosaico con el episodio bíblico de la transfiguración de Cristo, pero de lo que no tengo fotos porque estaba prohibido hacerlas. Es bonita, pero está sucísima, hasta un punto vergonzoso, porque es patromonio de la humanidad, deberían tenerla un poquito mejor conservada.
También vimos la que se considera una descendiente de la zarza ardiente, que creerse esto sí que es un acto de fé. Bueno, el primer acto de fé es creerse que la zarza ardió sin consumirse, pero superado ese punto, pensar que ésta es una hija de aquella... en fin, en eso consiste la fé, no?
Cerca de este lugar, está el pozo de Moisés, que da felicidad marital al que bebe de él, pero no lo vimos (quizás el guía lo mencionó pero no lo entendí) así que tendremos que confiar en que la felicidad marital venga por méritos propios.
Después de la corta visita al monasterio (que sigue ocupada por monjes que, al menos, limpiar, no limpian nada), volvimos al autobús que nos llevó de vuelta al hotel. Yo caí redonda, a pesar de los botes que dimos por el camino que, al parecer, me levantaban literalmente del asiento.
Llegamos al hotel, nos tomamos el desayuno del mismo (que hábilmente pedimos la noche anterior) y nos fuimos a la playa a echarnos la siesta).