Estas dos grandísimas estatuas de 18 metros de altura eran una minúscula parte (al parecer) del mayor templo jamás construido en Egipto, el templo en memoria de Amenhotep III, que se cree que era más grande que el de Karnak (que ya os digo yo que es enorme).
Actualmente, este templo está prácticamente desaparecido, ya que estaba construido, en gran parte, de ladrillos de adobe en una zona que se inundaba cada año con las crecidas del Nilo, por lo que se fueron, sencillamente, deshaciendo, y los faraones posteriores utilizaron esos ladrillos para construir sus propios templos. Quedan algunas partes, y se van encontrando más con las excavaciones, pero los colosos son los únicos elementos a gran escala que han sobrevivido.
Los magníficos colosos están tallados a partir de un único bloque de piedra y pesan, nada más y nada menos, 1000 toneladas.
Al parecer, en la época grecorromana ya eran una atracción turística, cuando se le atribuyeron a Memnón, el legendario rey africano asesinado por Aquiles durante la Guerra de Troya. (Qué poca historia debo tener cuando para nada me suena el nombre de Memnón. Aquiles sí, por el talón, y la Guerra de Troya también, por el caballo, pero Memnón... ¿quién era?).
Al parecer, por aquellos tiempos, consideraban que daba buena suerte oír el silbido que emitía la estatua del norte al alba, que identificaban como la llamada de Memnón saludando a su madre, Eos, la diosa de la aurora, que lloararía lágrimas de rocío por la muerte precoz de su hijo. (Y esto es tener imaginación y lo demás son tonterías).
El origen de la historia estaba, seguramente, en una grieta en la parte superior del cuerpo del coloso, que apareció tras el terremoto del 27 a.C. Al calentar el sol de la mñana la piedra cubierta de rocío, las partículas de arena se reomperían y resonarían en el interior de las grietas de la estructura. Cuando Séptimo Severo (193 - 211) arregló la grieta, dejó de sonar para siempre. (¡Vaya cortarollos el tío!).